La mujer salvaje
Cuando las mujeres oyen esas palabras, despierta y renace en ellas un recuerdo antiquísimo.
Es el recuerdo de nuestro absoluto, innegable e irrevocable parentesco con el femenino salvaje, una relación que puede haberse convertido en fantasmagórica como consecuencia del olvido, haber sido enterrada por un exceso de domesticación y proscrita por la cultura circundante, o incluso haberse vuelto ininteligible. Puede que hayamos olvidado los nombres de la Mujer Salvaje, puede que ya no contestemos cuando ella nos llama por los nuestros, pero en lo más hondo de nuestro ser la conocemos, ansiamos acercarnos a ella; sabemos que nos pertenece y que nosotras le pertenecemos.
Nacimos precisamente de esta fundamental, elemental y esencial relación y de ella derivamos también en esencia.
Hay veces en que la percibimos, aunque sólo de manera fugaz, y entonces experimentamos
el ardiente deseo de seguir adelante.
Algunas mujeres perciben este vivificante “sabor de lo salvaje” durante el embarazo, durante la lactancia de los hijos, durante el milagro del cambio que en ellas se opera cuando crían a un hijo o cuando cuidan una relación amorosa con el mismo esmero con que se cuida un amado jardín.
La existencia de la Mujer Salvaje también se percibe a través de la visión, a través de la contemplación de la sublime belleza.
Yo la he percibido contemplando una puesta de sol. La he sentido en mi interior viendo venir a los pescadores del lago en el crepúsculo con las linternas encendidas y, asimismo, contemplando los dedos de los pies de mi hijo recién nacido, alineados como una hilera de maíz dulce.
La vemos donde la vemos, o sea, en todas partes.
Viene también a nosotras a través del sonido; a través de la música que hace vibrar el esternón y emociona el corazón; viene a través del tambor, del silbido, de la llamada y del grito. Viene a través de la palabra escrita y hablada; a veces, una palabra, una frase, un poema o un relato es tan sonoro y tan acertado que nos induce a recordar, por lo menos durante un instante, de qué materia estamos hechas realmente y dónde está nuestro verdadero hogar.
El anhelo que sentimos de la Mujer Salvaje surge cuando nos tropezamos con alguien que ha conseguido establecer esta relación indómita. El anhelo aparece cuando una se da cuenta de que ha dedicado muy poco tiempo a la hoguera mística o a la ensoñación, y demasiado poco tiempo a la propia vida creativa, a la obra de su vida o a sus verdaderos amores.
Y, sin embargo, son estas fugaces experiencias que se producen tanto a través de la belleza como de la pérdida las que nos hacen sentir desnudas, alteradas y ansiosas hasta el extremo de obligarnos a ir en pos de la naturaleza salvaje.
Y llegamos al bosque o al desierto o a una extensión nevada y nos ponemos a correr como locas, nuestros ojos escudriñan el suelo, aguzamos el oído, buscando arriba y abajo, buscando una clave, un vestigio, una señal de que ella sigue viva y de que no hemos perdido nuestra oportunidad.
Y, cuando descubrimos su huella, lo típico es que las mujeres corramos para darle alcance, dejemos el escritorio, dejemos la relación, vaciemos nuestra mente, pasemos la página, insistamos en hacer una pausa, quebrantemos las normas y detengamos el mundo, pues ya no podernos seguir sin ella.
Si las mujeres la han perdido, cuando la vuelvan a encontrar, pugnarán por conservarla para siempre.
Una vez que la hayan recuperado, lucharán con todas sus fuerzas para conservarla, pues con ella florece su vida creativa; sus relaciones adquieren significado, profundidad y salud; sus ciclos sexuales, creativos, laborales y lúdicos se restablecen; ya no son el blanco de las depredaciones de los demás, y tienen el mismo derecho a crecer y prosperar según las leyes de la naturaleza.
Cuando las mujeres reafirman su relación con la naturaleza salvaje, adquieren una observadora interna permanente, una conocedora, una visionaria, un oráculo, una inspiradora, un ser intuitivo, una hacedora, una creadora, una inventora y una oyente que sugiere y suscita una vida vibrante en los mundos interior y exterior.
Cuando las mujeres están próximas a esta naturaleza, dicha relación resplandece a través de ellas.
Esa maestra, madre y mentora salvaje sustenta, contra viento y marea, la vida interior y exterior de las mujeres.
Por consiguiente, aquí la palabra “salvaje” no se utiliza en su sentido peyorativo moderno con el significado de falto de control sino en su sentido original que significa vivir una existencia natural,
en la que la criatura posee una integridad innata y unos límites saludables.
Las palabras “mujer” y “salvaje” hacen que las mujeres recuerden quiénes son y qué es lo que se proponen. Personifican la fuerza que sostiene a todas las mujeres.
El arquetipo de la Mujer Salvaje se puede expresar en otros términos igualmente idóneos. Esta poderosa naturaleza psicológica se puede llamar naturaleza instintiva, pero la Mujer Salvaje es la fuerza que se oculta detrás de ella. Pero, puesto que es tácita, presente y visceral, entre las cantadoras se la llama naturaleza sabia o inteligente.
A veces se la llama la “mujer que vive al final del tiempo” o la “que vive en el borde del mundo”.
Y esta criatura es siempre una hechicera—creadora o una diosa de la muerte o una doncella
que desciende o cualquier otra personificación.
Es al mismo tiempo amiga y madre de todas las que se han extraviado, de todas las que necesitan aprender, de todas las que tienen un enigma que resolver, de todas las que andan vagando y buscando en el bosque y en el desierto.
Pero, dado que esta fuerza engendra todas las facetas importantes de la feminidad, aquí en la tierra se la denomina con muchos nombres, no sólo para poder examinar la miríada de aspectos de su naturaleza sino también para aferrarse a ella, puesto que al principio de la recuperación de nuestra relación con la Mujer Salvaje, ésta se puede esfumar en un instante, al darle un nombre podemos crear para ella un ámbito de pensamiento y sentimiento en nuestro interior.
Entonces vendrá y, si la valoramos, se quedará.
La comprensión de la naturaleza de esta Mujer Salvaje no es una religión sino una práctica.
Es una psicología en su sentido más auténtico: conocimiento del alma.
Sin ella, las mujeres carecen de oídos para entender el habla del alma o percibir el sonido de sus propios ritmos internos.
Sin ella, una oscura mano cierra los ojos interiores de las mujeres y buena parte de sus jornadas
transcurre en un tedio semiparalizador o en vanas quimeras.
Sin ella, las mujeres pierden la seguridad de su equilibrio espiritual.
Sin ella, olvidan por qué razón están aquí, se agarran cuando sería mejor que se soltaran.
Sin ella, toman demasiado o demasiado poco o nada en absoluto.
Sin ella se quedan mudas cuando, en realidad, están ardiendo.
La mujer salvaje es la reguladora. ¡Es el corazón espiritual!
Lo que diferencia a la mujer salvaje de las demás es la total y absoluta ausencia de MIEDO.
C. Pinkola