Cuestión de dignidad
En cada uno de nosotros hay un sistema de principios en el que el “yo” se niega a rendir pleitesía y se rebela. No sabemos cómo surge, pero en ocasiones, aunque el miedo se oponga y el peligro arrecie, una fuerza desconocida tira de la conciencia y nos pone justo en el límite de lo que no es negociable y no queremos ni podemos aceptar.
No lo aprendimos en la escuela, ni lo vimos necesariamente en nuestros progenitores, pero ahí está, como una muralla silenciosa marcando el confín de lo que no debe traspasarse. Tenemos la capacidad de indignarnos cuando alguien viola nuestros derechos o somos víctimas de la humillación, la explotación o el maltrato. Poseemos la increíble cualidad de reaccionar más allá de la biología y enfurecernos cuando nuestros códigos éticos se ven vulnerados. La cólera ante la injusticia se llama indignación.
Algunos puristas dirán que es cuestión de ego y que por lo tanto cualquier intento de salvaguardia o protección no es otra cosa que egocentrismo amañado, nada más erróneo. La defensa de la identidad personal es un proceso natural y saludable. Detrás del ego que acapara está el yo que vive y ama, pero también está el yo aporreado, el yo que exige respeto, el yo que no quiere doblegarse, el yo humano: el yo digno.
Una cosa es el egoísmo moral y el engreimiento insoportable del que se las sabe todas y otra, muy distinta, la autoafirmación y el fortalecimiento de sí mismo.
Cuando una mujer decide hacerle frente a los insultos de su marido, un adolescente expresa su desacuerdo ante un castigo que considera injusto o un hombre exige respeto por la actitud agresiva de su jefe, hay un acto de dignidad personal que engrandece. Cuando cuestionamos la conducta desleal de un amigo o nos resistimos a la manipulación de los oportunistas, no estamos alimentando el ego sino reforzando la condición humana.
Por desgracia no siempre somos capaces de actuar de este modo. En muchas ocasiones decimos “sí”, cuando queremos decir “no”, o nos sometemos a situaciones indecorosas y a personas francamente abusivas, pudiendo evitarlas. ¿Quién no se ha reprochado alguna vez a sí mismo el silencio cómplice, la obediencia indebida o la sonrisa zalamera y apaciguadora? ¿Quién no se ha mirado alguna vez al espejo tratando de perdonarse el servilismo, o el no haber dicho lo que en verdad pensaba? ¿Quién no ha sentido, aunque sea de vez cuando, la lucha interior entre la indignación por el agravio y el miedo a enfrentarlo?
Si revisamos nuestras relaciones interpersonales en detalle, veremos que no somos totalmente inmunes al atropello. Aunque tratemos de minimizar la cuestión, casi todos tenemos uno o dos aprovechados a bordo. No digo que debamos fomentar la susceptibilidad del paranoide y mantenernos a la defensiva las veinticuatro horas del día (la gente no es tan mala como creemos), sino que cualquiera puede ser víctima de la manipulación.
Entonces, ¿por qué nos cuesta tanto ser consecuentes con lo que pensamos y sentimos? ¿Por qué en ocasiones, a sabiendas de que estoy infringiendo mis preceptos éticos, me quedo quieto y dejo que se aprovechen de mí o me falten el respeto? ¿Por qué sigo soportando los agravios, por qué digo lo que no quiero decir y hago lo que no quiero hacer, por qué me callo cuando debo hablar, por qué me siento culpable cuando hago valer mis derechos? Cada vez que agachamos la cabeza, nos sometemos o accedemos a peticiones irracionales, le damos un duro golpe a la autoestima: nos flagelamos. Y aunque salgamos bien librados por el momento, logrando disminuir la adrenalina y la incomodidad que genera la ansiedad, nos queda el sinsabor de la derrota, la vergüenza de haber traspasado la barrera del honor, la autoculpa de ser un traidor de las propias causas.
Hay una herramienta psicológica, estudiada y refrendada en innumerables investigaciones, llamada asertividad. Asertividad en oposición, referida a la capacidad de ejercer y defender nuestros derechos personales sin violar los ajenos (por ejemplo: decir "no", expresar desacuerdos, dar una opinión contraria o no dejarse manipular), le servirá a cualquier persona que quiera pensarse a sí misma en un contexto de dignidad personal, en el que el amor propio no esté reñido con la ética, la amistad, la empatía o la consideración por los otros: la persona asertiva se resiste a toda forma de humillación.
“La asertividad es libertad emocional y de expresión, es una manera de descongestionar nuestro sistema de procesamiento y hacerlo más ágil y efectivo. Las personas que practican la conducta asertiva son más seguras de sí mismas, más tranquilas a la hora de amar y más transparentes y fluidas en la comunicación, además, no necesitan recurrir tanto al perdón porque al ser honestas y directas impiden que el resentimiento eche raíces”.
W. Riso